Nos pasamos la vida persiguiendo quimeras y buscando la felicidad pero se nos olvida que para alcanzarla debemos mirar en nuestro interior porque “Más allá del éxito o la respetabilidad, lo que en realidad necesitamos para ser felices se encuentra en nuestro corazón”
Por eso nos resulta tan difícil entender que “no hay amor suficiente capaz de llenar el vacío de una persona que no se ama a sí misma” (Irene Orce) y que “cuando te amas a ti mismo dejas de encontrar motivos para luchar, sufrir y entrar en conflicto con la vida” (Gerardo Schmedling).
Borja Vilaseca en su reportaje "Claves para amarse a uno mismo", nos cuenta dos leyendas preciosas y muy ilustrativas:
1. “En un pasado remoto los seres humanos éramos dioses pero abusamos tanto de nuestros privilegios que la Vida decidió retirarnos ese poder y esconderlo hasta que realmente hubiéramos madurado.
Un comité de eruditos sugirió entonces enterrar el poder de la divinidad bajo tierra, en el fondo de los océanos, en la luna... pero la Vida fue desechando todas estas opciones: “Veo que ignoráis hasta qué punto los seres humanos son tozudos. Explorarán, excavarán o gastarán una fortuna en naves para intentar conquistar el espacio hasta dar con el escondite”.
El comité de eruditos, muy desconcertado, afirmó “Entonces, no hay lugar donde los seres humanos no vayan a mirar nunca”. La Vida, tras escuchar estas palabras, respondió “¡Ya lo tengo! ¡Esconderemos el poder de la divinidad en lo más profundo de su corazón, pues es el único lugar donde a muy pocos se les ocurrirá buscar!”.
2. "Un viajero llegó a las afueras de una aldea y acampó bajo un árbol para pasar la noche. De pronto, un joven le gritó: “¡Dame la piedra preciosa!” El viajero lo miró desconcertado y le dijo: “Lo siento, pero no sé de qué me hablas”. El aldeano se sentó a su lado y le confesó que “ayer por la noche una voz me habló en sueños y me aseguró que, si al anochecer venía a las afueras de la aldea, encontraría a un viajero que me daría una piedra preciosa que me haría rico para siempre”.
El viajero rebuscó entonces en su bolsa y extrajo una piedra del tamaño de un puño. “Probablemente se refería a ésta; me pareció bonita y por eso la cogí. Tómala, ahora es tuya”. ¡Era un diamante! y el aldeano, eufórico, lo cogió y regresó a su casa dando saltos de alegría.
Pero, mientras el viajero dormía plácidamente bajo el cielo estrellado, el joven no podía pegar ojo porque el miedo a que le robaran su tesoro le había quitado el sueño y pasó toda la noche en vela. Al amanecer, fue en busca de aquel viajero y, nada más verlo, le devolvió el diamante, suplicándole: “Por favor, enséñame a conseguir la riqueza que te permite desprenderte de este diamante con tanta facilidad”.
Para responderle, el viajero se acordó de un proverbio hindú que dice que “Solo poseemos aquello que no podemos perder si sufrimos un naufragio”